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domingo, abril 12, 2015

Mi hijo, el soldado Morales


Florence Thomas

Mi hijo superó sin problemas su año de servicio militar. Pero para miles de jóvenes representó el fin de una vida que apenas comenzaba. Cada soldado muerto debe significar que Colombia falló como proyecto de nación.

7:38 p.m. | 7 de abril de 2015

Nadie como las madres y los padres de los soldados pueden entender a qué sabe la paz en Colombia. Esa paz de muchos países donde nadie tiene que sacrificar su vida por proteger la de los demás. Puedo decir que, de cierta forma, yo sé de qué trata el asunto. A finales de los años ochenta, mi hijo mayor prestó el servicio militar. Lo digo sin temor: su padre y yo intentamos evitarlo, pero no lo logramos. Y ahí terminó él en una unidad de policía militar, con un casco, un uniforme y unas insignias incomprensibles para mí. Yo, una profesora de izquierda de una universidad pública, no podía concebir su suerte y no paraba de llorar en las noches. Mis amigos me consolaban y me decían que mi hijo iba a aguantar. Les respondía que él sí, pero que, tal vez, yo no. Y era cierto, él asumió ese periodo de su vida con resignación y curiosidad sociológica.

Ya sé que pensaran algunos lectores: su hijo debió prestar el servicio militar en oficinas de bachilleres con tareas menores o como soldado de chocolate en el Batallón Guardia Presidencial. Pues no, se equivocan. Prestó todo el servicio como soldado raso, con un fusil reglamentario y sus cartucheras pesadas llenas de municiones. Incluso, en 1989 fue trasladado unos meses a un batallón de orden público en pleno Magdalena Medio.

Les recuerdo la época: Colombia comenzaba a conocer las dimensiones del proyecto paramilitar, el Eln era fuerte en Santander y varios líderes sindicales fueron asesinados en Barrancabermeja ese mismo año. Era una de las zonas más complejas del país. Pura zona roja. Todos los días escuchaba las noticias para saber si en la región había combates o atentados. Mi hijo, prudente, evitaba contarme lo que veía. Esos meses tuvo miedo, lo reconocería muchos años después.

Claro, su servicio militar fue para mí otra introducción a la colombianidad. Conocí, gracias a él, historias diversas de chicos que venían de todas las geografías de este país con la ilusión de sacar una libreta para poder trabajar. No eran muchachos que estuvieran particularmente convencidos en defender la democracia. Eso sí, eran muchachos preocupados por su futuro.

Mi hijo superó sin problemas su año de servicio militar. Pero para miles de jóvenes representó el fin de una vida que apenas comenzaba. Los cementerios militares están ahí para recordarlo. Cada soldado muerto debe significar que Colombia falló como proyecto de nación.

Un dato de prensa de hace unos pocos meses me llamó la atención: asistimos al periodo de nuestra historia reciente con menos muertos en las filas militares. Todos estos detractores de un eventual proceso de paz, cuyos hijos por supuesto nunca cargaron un fusil en una zona de conflicto, pontifican sobre la necesidad de no terminar con la guerra, sobre las consecuencias negativas de un acuerdo de paz o sobre la idea de que el Estado se está rindiendo. Para ellos, desde sus sillas de senadores o sus confortables columnas de prensa, la guerra es pura política, pura retórica; pero para miles de familias de soldados, suboficiales y oficiales fue, y aún es, la diferencia entre la vida y la muerte. Ellos son los que mueren en el campo de batalla. Por eso, me parece que poco importa si el acuerdo no es del todo justo. Para mí son discusiones algo abstractas. Lo importante es que los fusiles se silencien para siempre y así terminar esta espiral de sangre. Lo importante es que las madres no envíen más a sus hijos a la muerte.


Florence Thomas
* Coordinadora del grupo Mujer y Sociedad

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