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martes, septiembre 20, 2011

Aquella mujer de negro


RAFAEL DE LOMA

Vestida siempre de negro, aquella mujer de pelo blanco, gesto triste, mirada perdida, bajaba dos veces cada día la rampa del Muelle España a aguardar la llegada La Paloma, el barco que hacía la travesía Algeciras Ceuta, y en el que esperaba sin desesperar que volviera a Ceuta su hijo, un alférez provisional, al que habían matado en el frente de guerra nada más llegar. En su momento le fue notificada la muerte de su hijo, de dieciocho años, pero ella se negó a aceptar la noticia. Convencida de que si no era un día sería otro, y tras esperar que desembarcaran hasta el último pasajero y el último tripulante, aquella viuda de luto volvía sobre sus pasos y regresaba a casa sin inmutarse, sin modificar un ápice el gesto de la cara, la mirada perdida y la esperanza alojada en su alma, deseando que amaneciera un nuevo día para bajar de nuevo al puerto. Durante muchos años, la figura de la mujer de negro fue una estampa diaria que los ceutíes se acostumbraron a ver, siempre a las mismas horas, con la indiferencia con que se percibe el estático paisaje cotidiano en el que te mueves cotidianamente. La mayoría pensaba que era una vieja loca, obsesionada con un imposible. Había, sin embargo, quien la compadecía en la creencia de que sólo era una madre rota de dolor, que no se resignaba a la pérdida de lo que más había querido en el mundo y que no dejaba de recordar el último beso de despedida que dio a su hijo cuando, pletórico, embarcaba en ese mismo barco unos cuantos años atrás. Sólo a los forasteros y a los niños nos fascinaba su figura, el rictus de dolor impreso entre las arrugas de su cara envejecida, el porte humilde y recogido de su imponente soledad.

Desde entonces, siempre he pensado que la Historia la escriben los hombres pero la hacen las mujeres, y no sólo la Historia; también las leyendas. Desde Eva hasta la Merkel, pasando por millones de anónimas o conocidas y siempre influyentes féminas, las civilizaciones han avanzado merced al impulso, la intuición y el influjo del género femenino, a pesar del avasallamiento social, la indignidad, la represión, la violencia y la utilización machista que el género masculino ha ejercido y sigue ejerciendo sobre ellas desde el principio de los tiempos; desde que él se iba a cazar (y a jugar a ser el más fuerte) y ella se quedaba en la cueva para evitar que la familia y la especie desaparecieran. Las ansias patológicas de poder del hombre devienen en conflictos catastróficos y retaguardias pobladas solamente por mujeres de negro y niños tristes. Da igual que se llamen guerras mundiales, terrorismo o guerras civiles.

Lo malo es que, del terrible catálogo de calamidades ocasionadas directamente por el ser humano (esencialmente por el hombre, como género, quiero decir), a lo largo de los siglos, la peor parte, la del sufrimiento, ha recaído siempre en las mujeres. Mientras el hombre sigue instalado mentalmente en su infancia, de la que se niega a salir, dedicándose a los juegos de adultos: poder político, conflictos bélicos, conspiraciones, deportes, competitividad laboral, divertimentos que les permiten seguir siendo niños inmaduros, ellas, en cambio, se hacen pronto mayores, aún siendo niñas, y prefieren practicar la ternura y los juegos pacíficos, en lugar de imitar horrorizadas a los niños que no paran de jugar a la pelota, o de romperse la cabeza a pedradas, buscando un porvenir que no les permita dimitir de sus primeros sueños. Los franceses, en una frase de Alejandro Dumas padre, dicen «cherchez la femme» (buscad la mujer) cuando se refieren a un hombre que triunfa, tras el cual existe siempre una mujer.

La única «pega» que pongo a las mujeres periodistas –me lo dice la experiencia– es que, aunque no lo reconozcan, sienten miedo a ejercer puestos directivos. Aún más: creo que ellas mismas prefieren ser dirigidas por hombres, no todas, por supuesto. Y no debiera ser así. Se necesitan en todos los ámbitos mujeres que manden y que impongan la paz. No me apeo ni un milímetro de mi teoría de que la gran perjudicada de los excesos de la historia ha sido y siguen siendo la mujer. Por su tolerancia y por su abnegación y a pesar de su demostrada valentía. Y es por eso por lo que hay que acabar como sea con el machismo imperante en tantas partes del mundo, incluido nuestro país, y sobre todo con el machismo asesino.

Aquella mujer de negro de mi infancia simboliza, para mi, todo el dolor del género femenino. Aún me parece estar viéndola. Tímida, recelosa, triste, pero llena de esperanza y convencida de que algún día su hijo bajaría por la escala de La Paloma y se abrazaría a ella.


Tomado de laopiniondemalaga.es
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